jueves, 15 de septiembre de 2011

SIETE



Estaba solo, cogí una lata de cerveza y me puse a escribir.

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Le dijeron más de una vez que se alejara de ese hombre, pero ella, enamorada, obediente y fiel a Rafael; no podía dejarlo. “Lo amo”, siempre era la frase con la que ataba de pies y manos a las personas que querían ayudarla, pero nunca hacía caso de los consejos de amigos y familiares. Ella prefería dormir con un hombre que cuatro de los siete días de la semana llegaba oliendo a licor y a otras mujeres, quizás más joven que ella, quizás más lindas.

Milena no era una mujer a quien se le podía decir fácilmente bella. Era obesa, enana, tenía treintaicinco años, las mejillas inflamadas y un poco rojas. Siempre llevaba una “cola de caballo” en el cabello y con el tiempo empezó a tener en su mirada un poco de furia con las personas que hablaban mal de su querido Rafael, pero cambiaba totalmente esa mirada de ira por una enternecedora y esplendente mirada tierna al momento de verlo.

A ella parecía no importarle lo que dijeran el resto de las personas sobre él. Ella confiaba en él; ella le creía todo, para ella, en medio de la suciedad, pobreza y destrozada casa con una pared de ladrillo y otra de cartón con techo de plástico en la que vivía, él era la mejor persona que la vida podría haberle obsequiado. Sin duda alguna el amor le había vuelto ciega.

Cuando Rafael regresaba de trabajar como “llantero” en la estación de gasolina y se ponía a beber con sus amigos unas cervezas para “refrescarse” un poco, caía en los recuerdos molestos de saber que tiene a una mujer fea, gorda, enana. Siempre decía a sus amigos que uno de estos días la va a dejar para estar con alguna de sus amantes. Se quejaba de su vida entre lágrimas y risas, como no comprendiendo su desgracia pero a la vez pareciéndole algo cómico el destino que tuvo. Nunca tuvo un motivo para hablar bien de su mujer. “Ni siquiera cocina bien”, decía siempre.

Por casualidades de la vida vino uno de esos días de trabajo un oficial de policía con su patrulla. Aparentemente había pisado un clavo por accidente y su neumático estaba despidiendo aire. Aquel oficial pidió a Rafael que parchara la cámara del neumático lo más rápidamente posible. Él obedeció.
El policía salió del automóvil y, mientras Rafael hacía su trabajo, fue a comprar una gaseosa y galletas a la tienda del grifo. No se percató el policía que no puso seguro a la puerta. Rafael, mientras levantaba el auto con el gato, se dio cuenta que dentro había un arma. Él no sabía nada sobre armas, sólo que presionando el gatillo sale la bala.

Maliciosamente se le cruzó la idea de robar el arma para deshacerse de su mujer. Tuvo que haber estado muy convencido de lo que quería hacer, muy desesperado. En medio de la noche se aseguró primero que el policía estuviese dentro de la tienda para que no lo pueda ver. Abrió la puerta, sacó el arma y la metió en el lugar en donde descansaba en los días de trabajo durante la madrugada. Demoró unos diez minutos en terminar de arreglar el neumático, que fue más o menos lo que demoró el policía en regresar. Puso el neumático nuevamente en el auto y dio por terminado el trabajo. El policía miró su reloj y marcaba las cuatro de la madrugada, así que muy apresuradamente le pagó a Rafael y se marchó. Rafael, quedó parado al frente de su pequeña habitación en donde escondió el arma. Una luz tenue alumbraba muy suavemente su gordura. Luego de pensar durante un par de minutos bien en lo que estaba por hacer, dio media vuelta y entró a la habitación.

Era un poco más de las cinco de la madrugada cuando Rafael llegó a su casa con el arma escondida entre su ropa. Llegó más temprano que de costumbre para encontrar dormida a su mujer y dispararle mientras ella dormía. Pero a pesar de todo, él parecía arrepentirse mientras pasaban los minutos hasta que llegó un momento en el que pensó: "Por Dios... ¿qué estoy haciendo?" Y entró.

Estaba allí ella echada. Dormida desnuda. Se podía ver uno de sus gordos senos colgar por un costado. Rafael se quedó mirando fijamente y sorprendido por lo que veía. Al costado de ella estaba un vecino cuyo nombre no conocía, pero el rostro se le hacía familiar. El vecino dormía desnudo y cubría con su mano el otro seno de su mujer. Entonces, Rafael empezó a llorar y nuevamente algo perturbó su mente. En su corazón la ira era demasiado grande como para poder controlar sus impulsos. Así que decidió, después de todo, matar a los dos.

En el silencio de la madrugada y de la habitación pensó: “Al contar hasta siete, dispararé”. Se dio un momento más para ver esa escena en la descubrió la infidelidad de su mujer y darse valor con el odio que tenía. Un rato después, empezó a contar: “Uno, dos, tres…” a partir de aquí lo hizo más lentamente: “…cuatro, cinco…” cada segundo era más largo y a partir del número cinco apuntaba primero a su vecino. Se acercó a él y colocó el arma muy cerca de su cabeza: “seis… siete”.

Rafael no sabía nada sobre armas, sólo que presionando el gatillo sale la bala. Nunca supo cómo quitar el seguro.


David J. Díaz.

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